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Dina Boluarte, en un giro macabro de la política peruana, ha hecho uso de una de las estrategias más siniestras de la necropolítica: la exhibición pública del cadáver de Alberto Fujimori. En lugar de permitir que la muerte de este polémico líder se mantenga en el ámbito personal o familiar, Boluarte ha optado por utilizar su cuerpo como un símbolo político para revivir el fujimorismo, una corriente que aún cuenta con seguidores en sectores clave de la población.
El acto de exponer el cadáver de Fujimori, abierto para que los simpatizantes puedan observar su rostro, no es solo un homenaje póstumo. Es una maniobra calculada, destinada a capitalizar emocionalmente el legado del dictador, evocando un sentido de nostalgia y lealtad entre aquellos que alguna vez lo vieron como un salvador. Este acto de necropolítica simbólica convierte al cadáver en una herramienta de manipulación, donde la muerte se convierte en un espectáculo público diseñado para prolongar el poder político de su hija, Keiko Fujimori, y de Boluarte misma.
Al instrumentalizar la muerte de Fujimori, Boluarte busca asegurar su propio poder al alinearse con el fujimorismo, manteniendo viva la influencia de un régimen que ha demostrado ser útil para sus propios intereses políticos. A través de este ritual macabro, Boluarte no solo manipula el legado de Fujimori, sino que refuerza la narrativa de que el orden y el control solo pueden lograrse bajo un gobierno de mano dura, una táctica que asegura su permanencia en el poder.
Este uso del cadáver no es meramente simbólico, sino que encarna una forma extrema de necropolítica: al usar la muerte como herramienta política, Boluarte muestra que incluso después de fallecido, Fujimori sigue siendo un recurso para controlar las emociones colectivas y movilizar a las masas en favor de un proyecto político que se niega a morir. El cadáver de Fujimori se convierte en una extensión de su poder en vida, ahora revivido por Boluarte para consolidar su propia legitimidad y la de aquellos que se benefician de la supervivencia del fujimorismo en la política peruana.
Dina Boluarte lleva la necropolítica a un nivel aún más oscuro al extender la exhibición del cadáver de Alberto Fujimori desde el jueves 12 hasta el sábado 14 de septiembre. Con esta decisión, Boluarte no solo busca prolongar el espectáculo político alrededor del cuerpo inerte del exdictador, sino que, simbólicamente, invita a los peruanos a participar en un acto necrofílico colectivo, donde la muerte y el cadáver se convierten en el centro de la narrativa política.
Al mantener el cuerpo de Fujimori visible durante varios días, Boluarte parece sugerir que la conexión con la muerte es una herramienta de movilización política, transformando el dolor y la memoria en instrumentos de control. Este proceso macabro no solo reaviva las tensiones sociales, sino que busca generar una devoción hacia la figura de Fujimori, con el fin de sacralizar su legado y revitalizar el apoyo al fujimorismo, que sigue siendo un pilar fundamental para su permanencia en el poder.
Como señala Achille Mbembe, “La muerte no es simplemente el fin de la vida, sino una política en sí misma. A través de ella, los estados ejercen un poder absoluto, controlando no solo a los vivos, sino también a los muertos y su memoria” (Necropolitics, 2003). En este caso, Boluarte parece querer imponer una nueva política basada en el culto a la muerte, donde los peruanos no solo observan el cadáver, sino que se ven obligados a participar en un ritual que glorifica el pasado dictatorial como un medio de asegurar el futuro político del fujimorismo y su propio gobierno.